En la política mexicana
contemporánea, el término “causas” se
ha convertido en una especie de piedra angular del discurso. No es nuevo, pero
adquirió un peso simbólico particular: se invoca para legitimar decisiones,
justificar programas o, incluso, para recordar que el poder aún pertenece al
pueblo, (al menos en apariencia). Desde el púlpito del poder, la presidenta de
México, Claudia Sheinbaum, y su partido que la sigló, han insistido en la
necesidad de “atender las causas”, como si en esa frase condensa la llave moral
de la transformación nacional.
Sin embargo, todo lenguaje
político tiene su reverso. Desde un análisis crítico, basándose en teorías de
Foucault, cuando una palabra se repite demasiado, corre el riesgo de vaciarse
de sentido o, peor aún, de volverse un eco distante de aquello que pretendía
nombrar. “Atender las causas” suena bien, pero ¿qué ocurre cuando estas, ya
sean sociales, ambientales, comunitarias, etc, se desbordan del discurso y
toman cuerpo en las calles?
Esta palabra remite, en su
raíz, a la idea de origen y motivo. En el terreno político, alude a las razones
que dan sentido a una lucha o a una acción colectiva. Quien gobierna promete
atenderlas; quien se siente olvidado las encarna. El discurso oficial busca
apropiarse del lenguaje de la justicia, pero las palabras no son neutras:
tienen historia, peso y dirección.
El llamado presidencial puede
leerse como un intento de mantener viva la legitimidad moral de su proyecto. No
obstante, en un país donde los símbolos son poderosos, las palabras deben
sustentarse en hechos. Y ahí emerge la grieta: el Estado puede pronunciar las
causas, pero el pueblo las padece, las defiende o las hace visibles.
El riesgo del discurso
político es confundir el nombrar con el atender. En términos lingüísticos, se
trata de un desplazamiento semántico: la palabra sustituye al acto, el anuncio
suplanta la atención, y el lenguaje se convierte en un espacio de consuelo más
que de transformación. Mientras el
poder habla de causas, el país responde con su propio lenguaje: la
manifestación.
En el puerto de Manzanillo,
las y los habitantes han alzado la voz contra la ampliación que amenaza con
alterar ecosistemas y modos de vida. En Armería, la clausura de un pozo de agua
desató el reclamo de comunidades que ven en ello una forma de despojo. Y frente
a la Comisión Federal de Electricidad, integrantes del movimiento Antorchista
protestan por la desigualdad en el suministro y las tarifas.
Cada una de estas expresiones
sociales revela algo más profundo que una simple inconformidad: son actos de
lenguaje, frases públicas que reclaman ser escuchadas. La calle se vuelve el
escenario donde el pueblo conjuga sus propios verbos: resistir, exigir,
defender; frente al “silencio institucional”. Si el Estado no responde, la
gente inventa su propio idioma de resistencia.
En este sentido, las
manifestaciones no solo son episodios de protesta, sino gestos lingüísticos de
una ciudadanía que se niega a ser un sujeto pasivo. Las pancartas, las
consignas, los bloqueos: todos son signos en una gramática del descontento que
busca reescribir la relación entre el poder y la sociedad. Y es ahí donde el
discurso político, al verse reflejado en la calle, enfrenta su límite.
Atinadamente el profesor
Alberto Anaya, dirigente del Partido del Trabajo, en el Seminario Internacional
los Partidos y una Nueva Sociedad, habló sobre la necesidad de un nuevo pacto
entre el Estado y la ciudadanía. No uno simbólico o retórico, sino un acuerdo
real que permita que el gobierno recoja las causas desde abajo para sostenerse
desde arriba. En sus palabras resuena una advertencia: cuando el Estado deja de
escuchar, se tambalea.
La historia de México ha sido
testigo de ese movimiento pendular. Antes, las inconformidades encontraban su
cauce en la vía armada; hoy, las urnas representan la nueva arena de disputa.
Pero las causas, esas que se invocan desde el poder, siguen siendo las mismas:
la desigualdad, el abandono, la corrupción, la indiferencia. La diferencia es
el medio, no el fondo.
El pacto social no se
decreta: se renueva cada vez que el Estado mira hacia abajo y reconoce que su
legitimidad depende de las voces que lo sostienen. En ese sentido, la política
no debería limitarse a administrar demandas, sino a traducirlas. Y esto implica
comprender, reconocer los matices, las urgencias, y sobre todo los silencios.
Quizá el verdadero desafío
del poder sea recuperar el sentido de las palabras que pronuncia. No basta con
hablar de causas; hay que habitarlas. No basta con llamarlas por su nombre; hay
que escucharlas en su tono, su contexto, y sobre todo, su historia.
El discurso sin oyentes se
convierte en monólogo, y esta es la antesala de la desconexión política. Las
manifestaciones, lejos de ser rupturas del orden, son recordatorios de que el
pacto entre pueblo y Estado sigue siendo una conversación pendiente.
En un país donde la palabra
“causa” resuena en el discurso oficial, las calles parecen responder con un eco
lúcido: que estas no se atienden desde el micrófono, sino desde la raíz. Y esa
raíz está, como siempre, abajo.
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En la política mexicana
contemporánea, el término “causas” se
ha convertido en una especie de piedra angular del discurso. No es nuevo, pero
adquirió un peso simbólico particular: se invoca para legitimar decisiones,
justificar programas o, incluso, para recordar que el poder aún pertenece al
pueblo, (al menos en apariencia). Desde el púlpito del poder, la presidenta de
México, Claudia Sheinbaum, y su partido que la sigló, han insistido en la
necesidad de “atender las causas”, como si en esa frase condensa la llave moral
de la transformación nacional.
Sin embargo, todo lenguaje
político tiene su reverso. Desde un análisis crítico, basándose en teorías de
Foucault, cuando una palabra se repite demasiado, corre el riesgo de vaciarse
de sentido o, peor aún, de volverse un eco distante de aquello que pretendía
nombrar. “Atender las causas” suena bien, pero ¿qué ocurre cuando estas, ya
sean sociales, ambientales, comunitarias, etc, se desbordan del discurso y
toman cuerpo en las calles?
Esta palabra remite, en su
raíz, a la idea de origen y motivo. En el terreno político, alude a las razones
que dan sentido a una lucha o a una acción colectiva. Quien gobierna promete
atenderlas; quien se siente olvidado las encarna. El discurso oficial busca
apropiarse del lenguaje de la justicia, pero las palabras no son neutras:
tienen historia, peso y dirección.
El llamado presidencial puede
leerse como un intento de mantener viva la legitimidad moral de su proyecto. No
obstante, en un país donde los símbolos son poderosos, las palabras deben
sustentarse en hechos. Y ahí emerge la grieta: el Estado puede pronunciar las
causas, pero el pueblo las padece, las defiende o las hace visibles.
El riesgo del discurso
político es confundir el nombrar con el atender. En términos lingüísticos, se
trata de un desplazamiento semántico: la palabra sustituye al acto, el anuncio
suplanta la atención, y el lenguaje se convierte en un espacio de consuelo más
que de transformación. Mientras el
poder habla de causas, el país responde con su propio lenguaje: la
manifestación.
En el puerto de Manzanillo,
las y los habitantes han alzado la voz contra la ampliación que amenaza con
alterar ecosistemas y modos de vida. En Armería, la clausura de un pozo de agua
desató el reclamo de comunidades que ven en ello una forma de despojo. Y frente
a la Comisión Federal de Electricidad, integrantes del movimiento Antorchista
protestan por la desigualdad en el suministro y las tarifas.
Cada una de estas expresiones
sociales revela algo más profundo que una simple inconformidad: son actos de
lenguaje, frases públicas que reclaman ser escuchadas. La calle se vuelve el
escenario donde el pueblo conjuga sus propios verbos: resistir, exigir,
defender; frente al “silencio institucional”. Si el Estado no responde, la
gente inventa su propio idioma de resistencia.
En este sentido, las
manifestaciones no solo son episodios de protesta, sino gestos lingüísticos de
una ciudadanía que se niega a ser un sujeto pasivo. Las pancartas, las
consignas, los bloqueos: todos son signos en una gramática del descontento que
busca reescribir la relación entre el poder y la sociedad. Y es ahí donde el
discurso político, al verse reflejado en la calle, enfrenta su límite.
Atinadamente el profesor
Alberto Anaya, dirigente del Partido del Trabajo, en el Seminario Internacional
los Partidos y una Nueva Sociedad, habló sobre la necesidad de un nuevo pacto
entre el Estado y la ciudadanía. No uno simbólico o retórico, sino un acuerdo
real que permita que el gobierno recoja las causas desde abajo para sostenerse
desde arriba. En sus palabras resuena una advertencia: cuando el Estado deja de
escuchar, se tambalea.
La historia de México ha sido
testigo de ese movimiento pendular. Antes, las inconformidades encontraban su
cauce en la vía armada; hoy, las urnas representan la nueva arena de disputa.
Pero las causas, esas que se invocan desde el poder, siguen siendo las mismas:
la desigualdad, el abandono, la corrupción, la indiferencia. La diferencia es
el medio, no el fondo.
El pacto social no se
decreta: se renueva cada vez que el Estado mira hacia abajo y reconoce que su
legitimidad depende de las voces que lo sostienen. En ese sentido, la política
no debería limitarse a administrar demandas, sino a traducirlas. Y esto implica
comprender, reconocer los matices, las urgencias, y sobre todo los silencios.
Quizá el verdadero desafío
del poder sea recuperar el sentido de las palabras que pronuncia. No basta con
hablar de causas; hay que habitarlas. No basta con llamarlas por su nombre; hay
que escucharlas en su tono, su contexto, y sobre todo, su historia.
El discurso sin oyentes se
convierte en monólogo, y esta es la antesala de la desconexión política. Las
manifestaciones, lejos de ser rupturas del orden, son recordatorios de que el
pacto entre pueblo y Estado sigue siendo una conversación pendiente.
En un país donde la palabra
“causa” resuena en el discurso oficial, las calles parecen responder con un eco
lúcido: que estas no se atienden desde el micrófono, sino desde la raíz. Y esa
raíz está, como siempre, abajo.
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Atender las causas: del discurso oficial a la causa real

24 de Octubre del 2025
En la política mexicana
contemporánea, el término “causas” se
ha convertido en una especie de piedra angular del discurso. No es nuevo, pero
adquirió un peso simbólico particular: se invoca para legitimar decisiones,
justificar programas o, incluso, para recordar que el poder aún pertenece al
pueblo, (al menos en apariencia). Desde el púlpito del poder, la presidenta de
México, Claudia Sheinbaum, y su partido que la sigló, han insistido en la
necesidad de “atender las causas”, como si en esa frase condensa la llave moral
de la transformación nacional.
Sin embargo, todo lenguaje
político tiene su reverso. Desde un análisis crítico, basándose en teorías de
Foucault, cuando una palabra se repite demasiado, corre el riesgo de vaciarse
de sentido o, peor aún, de volverse un eco distante de aquello que pretendía
nombrar. “Atender las causas” suena bien, pero ¿qué ocurre cuando estas, ya
sean sociales, ambientales, comunitarias, etc, se desbordan del discurso y
toman cuerpo en las calles?
Esta palabra remite, en su
raíz, a la idea de origen y motivo. En el terreno político, alude a las razones
que dan sentido a una lucha o a una acción colectiva. Quien gobierna promete
atenderlas; quien se siente olvidado las encarna. El discurso oficial busca
apropiarse del lenguaje de la justicia, pero las palabras no son neutras:
tienen historia, peso y dirección.
El llamado presidencial puede
leerse como un intento de mantener viva la legitimidad moral de su proyecto. No
obstante, en un país donde los símbolos son poderosos, las palabras deben
sustentarse en hechos. Y ahí emerge la grieta: el Estado puede pronunciar las
causas, pero el pueblo las padece, las defiende o las hace visibles.
El riesgo del discurso
político es confundir el nombrar con el atender. En términos lingüísticos, se
trata de un desplazamiento semántico: la palabra sustituye al acto, el anuncio
suplanta la atención, y el lenguaje se convierte en un espacio de consuelo más
que de transformación. Mientras el
poder habla de causas, el país responde con su propio lenguaje: la
manifestación.
En el puerto de Manzanillo,
las y los habitantes han alzado la voz contra la ampliación que amenaza con
alterar ecosistemas y modos de vida. En Armería, la clausura de un pozo de agua
desató el reclamo de comunidades que ven en ello una forma de despojo. Y frente
a la Comisión Federal de Electricidad, integrantes del movimiento Antorchista
protestan por la desigualdad en el suministro y las tarifas.
Cada una de estas expresiones
sociales revela algo más profundo que una simple inconformidad: son actos de
lenguaje, frases públicas que reclaman ser escuchadas. La calle se vuelve el
escenario donde el pueblo conjuga sus propios verbos: resistir, exigir,
defender; frente al “silencio institucional”. Si el Estado no responde, la
gente inventa su propio idioma de resistencia.
En este sentido, las
manifestaciones no solo son episodios de protesta, sino gestos lingüísticos de
una ciudadanía que se niega a ser un sujeto pasivo. Las pancartas, las
consignas, los bloqueos: todos son signos en una gramática del descontento que
busca reescribir la relación entre el poder y la sociedad. Y es ahí donde el
discurso político, al verse reflejado en la calle, enfrenta su límite.
Atinadamente el profesor
Alberto Anaya, dirigente del Partido del Trabajo, en el Seminario Internacional
los Partidos y una Nueva Sociedad, habló sobre la necesidad de un nuevo pacto
entre el Estado y la ciudadanía. No uno simbólico o retórico, sino un acuerdo
real que permita que el gobierno recoja las causas desde abajo para sostenerse
desde arriba. En sus palabras resuena una advertencia: cuando el Estado deja de
escuchar, se tambalea.
La historia de México ha sido
testigo de ese movimiento pendular. Antes, las inconformidades encontraban su
cauce en la vía armada; hoy, las urnas representan la nueva arena de disputa.
Pero las causas, esas que se invocan desde el poder, siguen siendo las mismas:
la desigualdad, el abandono, la corrupción, la indiferencia. La diferencia es
el medio, no el fondo.
El pacto social no se
decreta: se renueva cada vez que el Estado mira hacia abajo y reconoce que su
legitimidad depende de las voces que lo sostienen. En ese sentido, la política
no debería limitarse a administrar demandas, sino a traducirlas. Y esto implica
comprender, reconocer los matices, las urgencias, y sobre todo los silencios.
Quizá el verdadero desafío
del poder sea recuperar el sentido de las palabras que pronuncia. No basta con
hablar de causas; hay que habitarlas. No basta con llamarlas por su nombre; hay
que escucharlas en su tono, su contexto, y sobre todo, su historia.
El discurso sin oyentes se
convierte en monólogo, y esta es la antesala de la desconexión política. Las
manifestaciones, lejos de ser rupturas del orden, son recordatorios de que el
pacto entre pueblo y Estado sigue siendo una conversación pendiente.
En un país donde la palabra
“causa” resuena en el discurso oficial, las calles parecen responder con un eco
lúcido: que estas no se atienden desde el micrófono, sino desde la raíz. Y esa
raíz está, como siempre, abajo.