En la vida pública, pocas virtudes
son tan esenciales y tan escasas como la capacidad de responder. La palabra responsabilidad proviene del latín respondere, “responder”. En ella se
encierra una verdad moral profunda: quien ejerce poder debe dar razón de sus
actos ante quienes lo eligieron. La política democrática no se mide por la
cantidad de promesas, sino por la voluntad de rendir cuentas; por la
disposición de explicar, justificar y asumir las consecuencias del poder.
Sin embargo, en México, la
rendición de cuentas ha sido más una aspiración que una costumbre. A menudo se
confunde con un acto de propaganda: grandes escenarios, cifras maquilladas y
discursos que hablan más de triunfos que de compromisos. En muchos casos, los
informes públicos se vuelven monólogos de autocelebración, donde el o la
funcionaria habla, pero no escucha; donde el pueblo mira, pero no dialoga. En
ese silencio se erosiona la confianza social y la política pierde su sentido de
servicio.
Rendir cuentas, en su
esencia, es un acto de humildad republicana. No se trata de exhibir logros,
sino de reconocer que el poder no es propiedad, sino encargo. Implica abrir un
espacio de diálogo ético, un momento en el que la palabra se vuelve verificable
y la ciudadanía recupera su derecho a preguntar. Quien informa con honestidad
honra la idea original de la representación: ser voz de muchos, no dueño de nadie.
En Colima, este principio
adquiere relevancia particular. A lo largo de los años, quienes detentan el
poder han convertido los informes en rutinas administrativas o espectáculos
mediáticos, olvidando que gobernar implica responder. Pero hay excepciones que
confirman que la política puede ejercerse con coherencia y convicción. Existe
un partido en Colima que, sin haber gobernado el estado, ha mostrado un
compromiso ejemplar con la transparencia. Las y los representantes populares
del Partido del Trabajo han cumplido con el deber de informar ante la
ciudadanía de manera constante, clara y directa, sin necesidad de ostentar el
poder ejecutivo ni de disponer de grandes recursos.
Casos como el de Joel
Padilla, Marcos Barajas y Evangelina Bustamante, dan cuenta de una práctica
política distinta: aquella que se construye en la cercanía con la gente. En
particular, Padilla y Barajas han marcado un precedente en la historia política
de Colima al rendir sus informes de labores en los diez municipios del estado, un
gesto que trasciende la formalidad del protocolo y recupera el sentido más
humano del mandato popular. No se trata solo de cumplir una obligación, sino de
mantener vivo el diálogo entre quien representa y quien confía.
Este tipo de ejercicio merece
destacarse porque devuelve dignidad a la palabra política. Informar en cada
municipio no es únicamente cumplir con la ley, sino reconstruir el vínculo
simbólico entre el poder y el pueblo. Significa decir: “estamos aquí, seguimos
escuchando y seguimos respondiendo”. En tiempos donde la distancia entre la
ciudadanía y sus representantes parece irreparable, estos actos de rendición
auténtica se convierten en señales de esperanza democrática.
Desde una lectura
lingüística, el informe no es un documento muerto, sino un acto de habla que
tiene consecuencias. Cuando un representante se presenta ante la gente para
decir “esto hicimos”, eso genera confianza, suscita cuestionamientos y abre la
posibilidad de un diálogo. En ese momento, la política deja de ser monólogo y vuelve
a ser conversación.
Sociológicamente, estas
prácticas cumplen una función reparadora. Frente al desencanto ciudadano y la
crisis de credibilidad de las instituciones, la rendición de cuentas públicas y
territoriales reanima la confianza cívica. No porque la palabra por sí sola
resuelva los problemas, sino porque, sostenida en hechos, restaura el sentido
de comunidad. Rendir cuentas es, al final, una forma de volver a unir lo que la
política suele separar: el poder y la gente.
El ejemplo de quienes han
asumido esa tarea en Colima demuestra que sí es posible hacer política desde la
coherencia. Informar ante la ciudadanía no debería ser un acto excepcional,
sino parte natural de la vida democrática. Pero en un país donde la
transparencia a menudo se convierte en discurso vacío, los hechos honestos se
vuelven ejemplos luminosos. Porque cuando el poder se explica, la democracia
respira; y cuando se escucha, se fortalece.
Esto también implica aceptar
la finitud del poder. Quien informa reconoce que su mandato tiene límites y que
su autoridad es prestada. Decir “esto hicimos” es también decir “esto falta por
hacer”. En esa honestidad se encuentra el germen de una política madura, una
que no teme mostrarse imperfecta porque sabe que la legitimidad se construye con
verdad.
Colima, por su escala e
historia, sigue siendo un laboratorio cívico de la política mexicana: un
territorio donde el diálogo aún puede conservar sentido, donde la cercanía
entre representantes y representados es posible. Si aquí se ha logrado sostener
una práctica de rendición de cuentas en todos los municipios, es porque la
democracia todavía puede enraizarse en lo cotidiano y la palabra que responde.
Los informes legislativos no
deberían ser una fecha en el calendario, sino una forma de vida institucional.
Y mientras eso llega, ejemplos como los de Joel Padilla, y Marcos Barajas nos
recuerdan que la ética pública no depende de la magnitud del cargo, sino de la
voluntad de responder. Tal vez la verdadera transformación política no comience
con grandes reformas, sino con gestos sencillos y sostenidos: mirar de frente,
explicar, escuchar.
Porque al final, eso es lo
que distingue a una verdadera vocación democrática: no el tamaño del cargo,
sino la grandeza del compromiso. No el poder que se ostenta, sino la
disposición a responder. La ciudadanía no exige perfección, sino coherencia; no
exige lideresas o líderes infalibles, sino representantes presentes. Y repito;
que nunca está de más recordarlo con todas sus letras: “la ética pública no
depende de la magnitud del cargo, sino de la voluntad de responder”
En la vida pública, pocas virtudes
son tan esenciales y tan escasas como la capacidad de responder. La palabra responsabilidad proviene del latín respondere, “responder”. En ella se
encierra una verdad moral profunda: quien ejerce poder debe dar razón de sus
actos ante quienes lo eligieron. La política democrática no se mide por la
cantidad de promesas, sino por la voluntad de rendir cuentas; por la
disposición de explicar, justificar y asumir las consecuencias del poder.
Sin embargo, en México, la
rendición de cuentas ha sido más una aspiración que una costumbre. A menudo se
confunde con un acto de propaganda: grandes escenarios, cifras maquilladas y
discursos que hablan más de triunfos que de compromisos. En muchos casos, los
informes públicos se vuelven monólogos de autocelebración, donde el o la
funcionaria habla, pero no escucha; donde el pueblo mira, pero no dialoga. En
ese silencio se erosiona la confianza social y la política pierde su sentido de
servicio.
Rendir cuentas, en su
esencia, es un acto de humildad republicana. No se trata de exhibir logros,
sino de reconocer que el poder no es propiedad, sino encargo. Implica abrir un
espacio de diálogo ético, un momento en el que la palabra se vuelve verificable
y la ciudadanía recupera su derecho a preguntar. Quien informa con honestidad
honra la idea original de la representación: ser voz de muchos, no dueño de nadie.
En Colima, este principio
adquiere relevancia particular. A lo largo de los años, quienes detentan el
poder han convertido los informes en rutinas administrativas o espectáculos
mediáticos, olvidando que gobernar implica responder. Pero hay excepciones que
confirman que la política puede ejercerse con coherencia y convicción. Existe
un partido en Colima que, sin haber gobernado el estado, ha mostrado un
compromiso ejemplar con la transparencia. Las y los representantes populares
del Partido del Trabajo han cumplido con el deber de informar ante la
ciudadanía de manera constante, clara y directa, sin necesidad de ostentar el
poder ejecutivo ni de disponer de grandes recursos.
Casos como el de Joel
Padilla, Marcos Barajas y Evangelina Bustamante, dan cuenta de una práctica
política distinta: aquella que se construye en la cercanía con la gente. En
particular, Padilla y Barajas han marcado un precedente en la historia política
de Colima al rendir sus informes de labores en los diez municipios del estado, un
gesto que trasciende la formalidad del protocolo y recupera el sentido más
humano del mandato popular. No se trata solo de cumplir una obligación, sino de
mantener vivo el diálogo entre quien representa y quien confía.
Este tipo de ejercicio merece
destacarse porque devuelve dignidad a la palabra política. Informar en cada
municipio no es únicamente cumplir con la ley, sino reconstruir el vínculo
simbólico entre el poder y el pueblo. Significa decir: “estamos aquí, seguimos
escuchando y seguimos respondiendo”. En tiempos donde la distancia entre la
ciudadanía y sus representantes parece irreparable, estos actos de rendición
auténtica se convierten en señales de esperanza democrática.
Desde una lectura
lingüística, el informe no es un documento muerto, sino un acto de habla que
tiene consecuencias. Cuando un representante se presenta ante la gente para
decir “esto hicimos”, eso genera confianza, suscita cuestionamientos y abre la
posibilidad de un diálogo. En ese momento, la política deja de ser monólogo y vuelve
a ser conversación.
Sociológicamente, estas
prácticas cumplen una función reparadora. Frente al desencanto ciudadano y la
crisis de credibilidad de las instituciones, la rendición de cuentas públicas y
territoriales reanima la confianza cívica. No porque la palabra por sí sola
resuelva los problemas, sino porque, sostenida en hechos, restaura el sentido
de comunidad. Rendir cuentas es, al final, una forma de volver a unir lo que la
política suele separar: el poder y la gente.
El ejemplo de quienes han
asumido esa tarea en Colima demuestra que sí es posible hacer política desde la
coherencia. Informar ante la ciudadanía no debería ser un acto excepcional,
sino parte natural de la vida democrática. Pero en un país donde la
transparencia a menudo se convierte en discurso vacío, los hechos honestos se
vuelven ejemplos luminosos. Porque cuando el poder se explica, la democracia
respira; y cuando se escucha, se fortalece.
Esto también implica aceptar
la finitud del poder. Quien informa reconoce que su mandato tiene límites y que
su autoridad es prestada. Decir “esto hicimos” es también decir “esto falta por
hacer”. En esa honestidad se encuentra el germen de una política madura, una
que no teme mostrarse imperfecta porque sabe que la legitimidad se construye con
verdad.
Colima, por su escala e
historia, sigue siendo un laboratorio cívico de la política mexicana: un
territorio donde el diálogo aún puede conservar sentido, donde la cercanía
entre representantes y representados es posible. Si aquí se ha logrado sostener
una práctica de rendición de cuentas en todos los municipios, es porque la
democracia todavía puede enraizarse en lo cotidiano y la palabra que responde.
Los informes legislativos no
deberían ser una fecha en el calendario, sino una forma de vida institucional.
Y mientras eso llega, ejemplos como los de Joel Padilla, y Marcos Barajas nos
recuerdan que la ética pública no depende de la magnitud del cargo, sino de la
voluntad de responder. Tal vez la verdadera transformación política no comience
con grandes reformas, sino con gestos sencillos y sostenidos: mirar de frente,
explicar, escuchar.
Porque al final, eso es lo
que distingue a una verdadera vocación democrática: no el tamaño del cargo,
sino la grandeza del compromiso. No el poder que se ostenta, sino la
disposición a responder. La ciudadanía no exige perfección, sino coherencia; no
exige lideresas o líderes infalibles, sino representantes presentes. Y repito;
que nunca está de más recordarlo con todas sus letras: “la ética pública no
depende de la magnitud del cargo, sino de la voluntad de responder”
Donde la palabra aún tiene sentido
09 de Octubre del 2025
En la vida pública, pocas virtudes
son tan esenciales y tan escasas como la capacidad de responder. La palabra responsabilidad proviene del latín respondere, “responder”. En ella se
encierra una verdad moral profunda: quien ejerce poder debe dar razón de sus
actos ante quienes lo eligieron. La política democrática no se mide por la
cantidad de promesas, sino por la voluntad de rendir cuentas; por la
disposición de explicar, justificar y asumir las consecuencias del poder.
Sin embargo, en México, la
rendición de cuentas ha sido más una aspiración que una costumbre. A menudo se
confunde con un acto de propaganda: grandes escenarios, cifras maquilladas y
discursos que hablan más de triunfos que de compromisos. En muchos casos, los
informes públicos se vuelven monólogos de autocelebración, donde el o la
funcionaria habla, pero no escucha; donde el pueblo mira, pero no dialoga. En
ese silencio se erosiona la confianza social y la política pierde su sentido de
servicio.
Rendir cuentas, en su
esencia, es un acto de humildad republicana. No se trata de exhibir logros,
sino de reconocer que el poder no es propiedad, sino encargo. Implica abrir un
espacio de diálogo ético, un momento en el que la palabra se vuelve verificable
y la ciudadanía recupera su derecho a preguntar. Quien informa con honestidad
honra la idea original de la representación: ser voz de muchos, no dueño de nadie.
En Colima, este principio
adquiere relevancia particular. A lo largo de los años, quienes detentan el
poder han convertido los informes en rutinas administrativas o espectáculos
mediáticos, olvidando que gobernar implica responder. Pero hay excepciones que
confirman que la política puede ejercerse con coherencia y convicción. Existe
un partido en Colima que, sin haber gobernado el estado, ha mostrado un
compromiso ejemplar con la transparencia. Las y los representantes populares
del Partido del Trabajo han cumplido con el deber de informar ante la
ciudadanía de manera constante, clara y directa, sin necesidad de ostentar el
poder ejecutivo ni de disponer de grandes recursos.
Casos como el de Joel
Padilla, Marcos Barajas y Evangelina Bustamante, dan cuenta de una práctica
política distinta: aquella que se construye en la cercanía con la gente. En
particular, Padilla y Barajas han marcado un precedente en la historia política
de Colima al rendir sus informes de labores en los diez municipios del estado, un
gesto que trasciende la formalidad del protocolo y recupera el sentido más
humano del mandato popular. No se trata solo de cumplir una obligación, sino de
mantener vivo el diálogo entre quien representa y quien confía.
Este tipo de ejercicio merece
destacarse porque devuelve dignidad a la palabra política. Informar en cada
municipio no es únicamente cumplir con la ley, sino reconstruir el vínculo
simbólico entre el poder y el pueblo. Significa decir: “estamos aquí, seguimos
escuchando y seguimos respondiendo”. En tiempos donde la distancia entre la
ciudadanía y sus representantes parece irreparable, estos actos de rendición
auténtica se convierten en señales de esperanza democrática.
Desde una lectura
lingüística, el informe no es un documento muerto, sino un acto de habla que
tiene consecuencias. Cuando un representante se presenta ante la gente para
decir “esto hicimos”, eso genera confianza, suscita cuestionamientos y abre la
posibilidad de un diálogo. En ese momento, la política deja de ser monólogo y vuelve
a ser conversación.
Sociológicamente, estas
prácticas cumplen una función reparadora. Frente al desencanto ciudadano y la
crisis de credibilidad de las instituciones, la rendición de cuentas públicas y
territoriales reanima la confianza cívica. No porque la palabra por sí sola
resuelva los problemas, sino porque, sostenida en hechos, restaura el sentido
de comunidad. Rendir cuentas es, al final, una forma de volver a unir lo que la
política suele separar: el poder y la gente.
El ejemplo de quienes han
asumido esa tarea en Colima demuestra que sí es posible hacer política desde la
coherencia. Informar ante la ciudadanía no debería ser un acto excepcional,
sino parte natural de la vida democrática. Pero en un país donde la
transparencia a menudo se convierte en discurso vacío, los hechos honestos se
vuelven ejemplos luminosos. Porque cuando el poder se explica, la democracia
respira; y cuando se escucha, se fortalece.
Esto también implica aceptar
la finitud del poder. Quien informa reconoce que su mandato tiene límites y que
su autoridad es prestada. Decir “esto hicimos” es también decir “esto falta por
hacer”. En esa honestidad se encuentra el germen de una política madura, una
que no teme mostrarse imperfecta porque sabe que la legitimidad se construye con
verdad.
Colima, por su escala e
historia, sigue siendo un laboratorio cívico de la política mexicana: un
territorio donde el diálogo aún puede conservar sentido, donde la cercanía
entre representantes y representados es posible. Si aquí se ha logrado sostener
una práctica de rendición de cuentas en todos los municipios, es porque la
democracia todavía puede enraizarse en lo cotidiano y la palabra que responde.
Los informes legislativos no
deberían ser una fecha en el calendario, sino una forma de vida institucional.
Y mientras eso llega, ejemplos como los de Joel Padilla, y Marcos Barajas nos
recuerdan que la ética pública no depende de la magnitud del cargo, sino de la
voluntad de responder. Tal vez la verdadera transformación política no comience
con grandes reformas, sino con gestos sencillos y sostenidos: mirar de frente,
explicar, escuchar.
Porque al final, eso es lo
que distingue a una verdadera vocación democrática: no el tamaño del cargo,
sino la grandeza del compromiso. No el poder que se ostenta, sino la
disposición a responder. La ciudadanía no exige perfección, sino coherencia; no
exige lideresas o líderes infalibles, sino representantes presentes. Y repito;
que nunca está de más recordarlo con todas sus letras: “la ética pública no
depende de la magnitud del cargo, sino de la voluntad de responder”