No deja de ser irónico que aquellos
que alguna vez se presentaron como la voz del pueblo terminen hablando un
idioma que la sociedad ya no entiende. Este fin de semana se confirmó la
destitución de Emiliano Zizumbo Quintanilla, quien fungía como subsecretario de
Educación y Cultura en Colima. Su llegada al gabinete estatal se justificó bajo
el argumento de sus “acciones culturales”, pero el tiempo mostró que esto fue
para él solo un escenario para representar el poder, no para transformarlo.
Zizumbo encarnó esa vieja tragedia política que tanto se repite: quien dice
venir del pueblo, termina administrando su exclusión.
No quiero hablar desde la
distancia de un analista que observa; hablo desde la vivencia de quien forma
parte de la escena musical colimense, donde he visto, (y sentido) cómo se
administran los silencios y se otorgan los aplausos. La cultura, en teoría,
debería ser ese territorio donde la pluralidad florece, donde el Estado
acompaña, impulsa y da voz a quienes crean. Pero en Colima, la palabra “cultura” se ha ido vaciando de sentido.
En los últimos años se transformó en un privilegio burocrático, en un sistema
de favores donde se aplaude más al gestor que al artista.
Lo que duele no es solo la
corrupción administrativa, sino la corrupción simbólica. Se visualizaba cómo
los apoyos se distribuían de acuerdo a simpatías personales, cómo el favoritismo
se convertía en una especie de filtro invisible que decidía quién merecía “ser
parte” de la cultura y quién no. En un Estado donde el arte debería ser un
puente, se levantaron muros. Muchos talentos locales quedaron al margen:
pintores, bailarines, músicos, artesanos… todas y todos condenados a la
resistencia. La cultura, ese bien colectivo, se volvió propiedad privada de una
élite burocrática que confundió gestión con vanidad.
Hace unos días visité Óleo
Galerías, un espacio independiente que ofrece talleres de pintura, barro y
otras artes. Pregunté si habían recibido apoyo institucional, aunque fuera una
charla o asesoría mínima. Me respondieron con una sonrisa triste que
básicamente ni esperanzas tienen. Esa actitud, más que una queja, es un diagnóstico.
La cultura en Colima ha sido reducida a un sistema de puertas cerradas. Las
palabras “impulso” y “promoción” se repiten en los discursos oficiales, pero en
la realidad son solo ruido semántico: expresiones acabadas, significantes sin
referente.
Desde la filosofía del
lenguaje podríamos decir que el poder opera aquí a través de una devaluación del signo. “Cultura”,
“pueblo”, “gestión”, “transformación”: palabras que alguna vez fueron promesa,
pero hoy funcionan como coartadas. El lenguaje político se apropia del lenguaje
cultural, lo adorna, lo exhibe, y al final lo vacía. Lo que era praxis se
vuelve “performance” Lo que era compromiso se vuelve estética del poder.
Y, por supuesto, el escándalo
personal que acompañó su caída no hace sino revelar la dimensión moral del
problema. Una funcionaria de su área aseguró mantener una relación con él para
conservar su puesto, mientras el propio Zizumbo la justificó diciendo que “todo
era por política”. En esa frase se condensa toda la miseria simbólica de su gestión:
el amor reducido a transacción, la política convertida en pretexto, y la
cultura subordinada a un juego de poder. Cuando el deseo y el poder se
confunden, la ética desaparece.
No me sorprende que su salida
se haya celebrado en redes sociales como una victoria moral. Pero tampoco me
ilusiono: cambiar el rostro no es cambiar al sistema. Lo más grave no es que
Zizumbo haya caído, sino que existiera un contexto que le permitió levantarse y
sostenerse. La estructura que privilegia la obediencia sobre el talento, la
lealtad política sobre la sensibilidad artística, sigue intacta. En términos
filosóficos, podríamos decir que el problema no es ontológico, (quién ocupa el
cargo) sino estructural: cómo entendemos la cultura como práctica política.
Aun así, guardo esperanza.
Porque a pesar de la privatización simbólica de la cultura, las y los artistas
colimenses siguen creando. En los barrios, en los talleres, en los bares, en
las casas. En cada esquina donde alguien pinta, canta, baila o escribe, hay una
resistencia. El arte, incluso sin presupuesto, sigue siendo la forma más pura
de la crítica. Y eso, ni los burócratas ni sus discursos lo podrán expropiar.
Ahora que vendrá una nueva
persona a encabezar el área cultural, el reto será inmenso, pero también claro:
devolverle a la cultura su sentido colectivo. No se trata de inventar una nueva
“marca cultural”, sino de escuchar, mirar; de abrir las puertas que otros
cerraron. Colima no necesita una subsecretaría que hable por el arte, sino una
que escuche desde el arte.
Como colimense, como músico,
como parte de una comunidad que sigue luchando por mantener viva la
creatividad, confío en que esta crisis sea un punto de inflexión. No porque
venga alguien más capaz, ¡que los hay, y muchas y muchos!, sino porque cada vez
somos más los que entendemos que la cultura no es una concesión del Estado,
sino una expresión del pueblo.
Y desde mi trinchera, con el
bajo en mano, reafirmo mi fe en todas y todos los que siguen creando desde la
sinceridad y la esperanza. Porque mientras haya quien cante, pinte o baile sin
pedir permiso, la cultura seguirá siendo del pueblo. Y eso, al final, es lo que
más temen quienes confundieron el arte con el poder.
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No deja de ser irónico que aquellos
que alguna vez se presentaron como la voz del pueblo terminen hablando un
idioma que la sociedad ya no entiende. Este fin de semana se confirmó la
destitución de Emiliano Zizumbo Quintanilla, quien fungía como subsecretario de
Educación y Cultura en Colima. Su llegada al gabinete estatal se justificó bajo
el argumento de sus “acciones culturales”, pero el tiempo mostró que esto fue
para él solo un escenario para representar el poder, no para transformarlo.
Zizumbo encarnó esa vieja tragedia política que tanto se repite: quien dice
venir del pueblo, termina administrando su exclusión.
No quiero hablar desde la
distancia de un analista que observa; hablo desde la vivencia de quien forma
parte de la escena musical colimense, donde he visto, (y sentido) cómo se
administran los silencios y se otorgan los aplausos. La cultura, en teoría,
debería ser ese territorio donde la pluralidad florece, donde el Estado
acompaña, impulsa y da voz a quienes crean. Pero en Colima, la palabra “cultura” se ha ido vaciando de sentido.
En los últimos años se transformó en un privilegio burocrático, en un sistema
de favores donde se aplaude más al gestor que al artista.
Lo que duele no es solo la
corrupción administrativa, sino la corrupción simbólica. Se visualizaba cómo
los apoyos se distribuían de acuerdo a simpatías personales, cómo el favoritismo
se convertía en una especie de filtro invisible que decidía quién merecía “ser
parte” de la cultura y quién no. En un Estado donde el arte debería ser un
puente, se levantaron muros. Muchos talentos locales quedaron al margen:
pintores, bailarines, músicos, artesanos… todas y todos condenados a la
resistencia. La cultura, ese bien colectivo, se volvió propiedad privada de una
élite burocrática que confundió gestión con vanidad.
Hace unos días visité Óleo
Galerías, un espacio independiente que ofrece talleres de pintura, barro y
otras artes. Pregunté si habían recibido apoyo institucional, aunque fuera una
charla o asesoría mínima. Me respondieron con una sonrisa triste que
básicamente ni esperanzas tienen. Esa actitud, más que una queja, es un diagnóstico.
La cultura en Colima ha sido reducida a un sistema de puertas cerradas. Las
palabras “impulso” y “promoción” se repiten en los discursos oficiales, pero en
la realidad son solo ruido semántico: expresiones acabadas, significantes sin
referente.
Desde la filosofía del
lenguaje podríamos decir que el poder opera aquí a través de una devaluación del signo. “Cultura”,
“pueblo”, “gestión”, “transformación”: palabras que alguna vez fueron promesa,
pero hoy funcionan como coartadas. El lenguaje político se apropia del lenguaje
cultural, lo adorna, lo exhibe, y al final lo vacía. Lo que era praxis se
vuelve “performance” Lo que era compromiso se vuelve estética del poder.
Y, por supuesto, el escándalo
personal que acompañó su caída no hace sino revelar la dimensión moral del
problema. Una funcionaria de su área aseguró mantener una relación con él para
conservar su puesto, mientras el propio Zizumbo la justificó diciendo que “todo
era por política”. En esa frase se condensa toda la miseria simbólica de su gestión:
el amor reducido a transacción, la política convertida en pretexto, y la
cultura subordinada a un juego de poder. Cuando el deseo y el poder se
confunden, la ética desaparece.
No me sorprende que su salida
se haya celebrado en redes sociales como una victoria moral. Pero tampoco me
ilusiono: cambiar el rostro no es cambiar al sistema. Lo más grave no es que
Zizumbo haya caído, sino que existiera un contexto que le permitió levantarse y
sostenerse. La estructura que privilegia la obediencia sobre el talento, la
lealtad política sobre la sensibilidad artística, sigue intacta. En términos
filosóficos, podríamos decir que el problema no es ontológico, (quién ocupa el
cargo) sino estructural: cómo entendemos la cultura como práctica política.
Aun así, guardo esperanza.
Porque a pesar de la privatización simbólica de la cultura, las y los artistas
colimenses siguen creando. En los barrios, en los talleres, en los bares, en
las casas. En cada esquina donde alguien pinta, canta, baila o escribe, hay una
resistencia. El arte, incluso sin presupuesto, sigue siendo la forma más pura
de la crítica. Y eso, ni los burócratas ni sus discursos lo podrán expropiar.
Ahora que vendrá una nueva
persona a encabezar el área cultural, el reto será inmenso, pero también claro:
devolverle a la cultura su sentido colectivo. No se trata de inventar una nueva
“marca cultural”, sino de escuchar, mirar; de abrir las puertas que otros
cerraron. Colima no necesita una subsecretaría que hable por el arte, sino una
que escuche desde el arte.
Como colimense, como músico,
como parte de una comunidad que sigue luchando por mantener viva la
creatividad, confío en que esta crisis sea un punto de inflexión. No porque
venga alguien más capaz, ¡que los hay, y muchas y muchos!, sino porque cada vez
somos más los que entendemos que la cultura no es una concesión del Estado,
sino una expresión del pueblo.
Y desde mi trinchera, con el
bajo en mano, reafirmo mi fe en todas y todos los que siguen creando desde la
sinceridad y la esperanza. Porque mientras haya quien cante, pinte o baile sin
pedir permiso, la cultura seguirá siendo del pueblo. Y eso, al final, es lo que
más temen quienes confundieron el arte con el poder.
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El aplauso más sonado en Colima: Zizumbo se va

30 de Octubre del 2025
No deja de ser irónico que aquellos
que alguna vez se presentaron como la voz del pueblo terminen hablando un
idioma que la sociedad ya no entiende. Este fin de semana se confirmó la
destitución de Emiliano Zizumbo Quintanilla, quien fungía como subsecretario de
Educación y Cultura en Colima. Su llegada al gabinete estatal se justificó bajo
el argumento de sus “acciones culturales”, pero el tiempo mostró que esto fue
para él solo un escenario para representar el poder, no para transformarlo.
Zizumbo encarnó esa vieja tragedia política que tanto se repite: quien dice
venir del pueblo, termina administrando su exclusión.
No quiero hablar desde la
distancia de un analista que observa; hablo desde la vivencia de quien forma
parte de la escena musical colimense, donde he visto, (y sentido) cómo se
administran los silencios y se otorgan los aplausos. La cultura, en teoría,
debería ser ese territorio donde la pluralidad florece, donde el Estado
acompaña, impulsa y da voz a quienes crean. Pero en Colima, la palabra “cultura” se ha ido vaciando de sentido.
En los últimos años se transformó en un privilegio burocrático, en un sistema
de favores donde se aplaude más al gestor que al artista.
Lo que duele no es solo la
corrupción administrativa, sino la corrupción simbólica. Se visualizaba cómo
los apoyos se distribuían de acuerdo a simpatías personales, cómo el favoritismo
se convertía en una especie de filtro invisible que decidía quién merecía “ser
parte” de la cultura y quién no. En un Estado donde el arte debería ser un
puente, se levantaron muros. Muchos talentos locales quedaron al margen:
pintores, bailarines, músicos, artesanos… todas y todos condenados a la
resistencia. La cultura, ese bien colectivo, se volvió propiedad privada de una
élite burocrática que confundió gestión con vanidad.
Hace unos días visité Óleo
Galerías, un espacio independiente que ofrece talleres de pintura, barro y
otras artes. Pregunté si habían recibido apoyo institucional, aunque fuera una
charla o asesoría mínima. Me respondieron con una sonrisa triste que
básicamente ni esperanzas tienen. Esa actitud, más que una queja, es un diagnóstico.
La cultura en Colima ha sido reducida a un sistema de puertas cerradas. Las
palabras “impulso” y “promoción” se repiten en los discursos oficiales, pero en
la realidad son solo ruido semántico: expresiones acabadas, significantes sin
referente.
Desde la filosofía del
lenguaje podríamos decir que el poder opera aquí a través de una devaluación del signo. “Cultura”,
“pueblo”, “gestión”, “transformación”: palabras que alguna vez fueron promesa,
pero hoy funcionan como coartadas. El lenguaje político se apropia del lenguaje
cultural, lo adorna, lo exhibe, y al final lo vacía. Lo que era praxis se
vuelve “performance” Lo que era compromiso se vuelve estética del poder.
Y, por supuesto, el escándalo
personal que acompañó su caída no hace sino revelar la dimensión moral del
problema. Una funcionaria de su área aseguró mantener una relación con él para
conservar su puesto, mientras el propio Zizumbo la justificó diciendo que “todo
era por política”. En esa frase se condensa toda la miseria simbólica de su gestión:
el amor reducido a transacción, la política convertida en pretexto, y la
cultura subordinada a un juego de poder. Cuando el deseo y el poder se
confunden, la ética desaparece.
No me sorprende que su salida
se haya celebrado en redes sociales como una victoria moral. Pero tampoco me
ilusiono: cambiar el rostro no es cambiar al sistema. Lo más grave no es que
Zizumbo haya caído, sino que existiera un contexto que le permitió levantarse y
sostenerse. La estructura que privilegia la obediencia sobre el talento, la
lealtad política sobre la sensibilidad artística, sigue intacta. En términos
filosóficos, podríamos decir que el problema no es ontológico, (quién ocupa el
cargo) sino estructural: cómo entendemos la cultura como práctica política.
Aun así, guardo esperanza.
Porque a pesar de la privatización simbólica de la cultura, las y los artistas
colimenses siguen creando. En los barrios, en los talleres, en los bares, en
las casas. En cada esquina donde alguien pinta, canta, baila o escribe, hay una
resistencia. El arte, incluso sin presupuesto, sigue siendo la forma más pura
de la crítica. Y eso, ni los burócratas ni sus discursos lo podrán expropiar.
Ahora que vendrá una nueva
persona a encabezar el área cultural, el reto será inmenso, pero también claro:
devolverle a la cultura su sentido colectivo. No se trata de inventar una nueva
“marca cultural”, sino de escuchar, mirar; de abrir las puertas que otros
cerraron. Colima no necesita una subsecretaría que hable por el arte, sino una
que escuche desde el arte.
Como colimense, como músico,
como parte de una comunidad que sigue luchando por mantener viva la
creatividad, confío en que esta crisis sea un punto de inflexión. No porque
venga alguien más capaz, ¡que los hay, y muchas y muchos!, sino porque cada vez
somos más los que entendemos que la cultura no es una concesión del Estado,
sino una expresión del pueblo.
Y desde mi trinchera, con el
bajo en mano, reafirmo mi fe en todas y todos los que siguen creando desde la
sinceridad y la esperanza. Porque mientras haya quien cante, pinte o baile sin
pedir permiso, la cultura seguirá siendo del pueblo. Y eso, al final, es lo que
más temen quienes confundieron el arte con el poder.