Hay frases que resumen un tiempo
político. En México, una de ellas es la siguiente: “ya sabemos quién tuvo la
culpa.” Así han gobernado este país durante más de una década. Gobiernos que,
ante cada crisis, se apresuran a encontrar un responsable, pero no una
solución. La obsesión por diagnosticar el problema ha sustituido la obligación de
resolverlo.
MORENA llegó al poder con la
promesa de romper ese ciclo. Su nombre, “Movimiento de Regeneración Nacional”,
implicaba devolverle vitalidad al Estado, reanimar la justicia, recuperar el
sentido de la palabra pública. Sin embargo, el país se les fue de las manos. Y
lo más grave no es que se les haya ido, sino que no parecen saber cómo traerlo
de vuelta.
Felipe Calderón inició su
mandato declarando la guerra al narcotráfico. Su error no fue solo militar,
sino conceptual: pensó que la violencia se erradica con más violencia. Aquella
decisión desató la fragmentación del crimen organizado, creando un monstruo de
mil cabezas. Peña Nieto, en lugar de desmontar la estructura, la administró. Y
López Obrador, prometiendo una estrategia distinta, la sustituyó por una
política de contención disfrazada de prudencia.
El resultado es visible: doce
años de gobiernos que “detectan el problema”, lo enuncian, lo vuelven consigna,
y lo colocan en un altar discursivo. Siempre es el mismo diagnóstico: “los
gobiernos anteriores”. Esa frase se ha convertido en un escudo; en una
herramienta retórica para no asumir la responsabilidad presente.
Pero gobernar no es narrar la
desgracia. Gobernar es modificarla. El gran error del actual movimiento en el
poder es confundir la comprensión del problema con su solución. Y mientras se
esfuerzan en describirlo, el país se desangra. Hoy, tras la muerte del
presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, el gobierno repitió el mismo
guion: se apresuró a señalar las causas estructurales, los errores del pasado,
la corrupción heredada. Pero después de señalar, guardó silencio. Se cerró la
carpeta, se rindieron homenajes, y todo continuó igual.
Esa es la tragedia: la
política mexicana se ha vuelto una fábrica de diagnósticos sin remedios. Cada
sexenio cambia el discurso, pero no el método. Calderón dijo “guerra”; Peña
Nieto dijo “reforma”; López Obrador dijo “transformación”. Tres nombres
distintos para la misma ausencia: la incapacidad de resolver.
No se trata de negar que la
pobreza extrema era un eje prioritario. López Obrador lo entendió y lo colocó
en el centro de su plan. Pero mientras el gobierno construía programas
sociales, la violencia crecía como una planta que nadie podaba. Cuando se quiso
atender el segundo eje, (la seguridad) ya era demasiado tarde. Se había
confundido el alivio con la solución.
Claudia Sheinbaum heredó esa
inercia. Su discurso es prudente, técnico, racional, pero demasiado cuidadoso
como para tocar lo que duele. Presumir una reducción de delitos en la Ciudad de
México fue, más que un logro, una ilusión estadística. El país, mientras tanto,
se hundía. Y cuando el lenguaje del poder se aleja de la experiencia cotidiana
del pueblo, el gobierno empieza a hablar solo.
Ahí entra la dimensión
filosófica del problema: cuando el poder pierde el sentido de la palabra,
pierde también su capacidad de acción. La palabra “transformación” ya no
significa cambio; significa discurso. “Paz” ya no evoca reconciliación; evoca
espera. “Pueblo” ya no nombra a la gente real, sino a un símbolo electoral.
Y tras todo lo sucedido, ¿qué
nos queda? Caigo, (quizá) en lo que critico: describo el problema; no la
solución. Pero es precisamente ahí donde debemos insistir. Lo he dicho antes y
lo sostengo: mi posición es de izquierda. Pero hoy debo reconocer que MORENA
dejó de serlo. Su práctica política se ubica en un terreno ambiguo, más cercano
a la administración que a la transformación. Es un movimiento que repite la
estructura burocrática del sistema que prometió superar.
Sin embargo, tampoco creo que
la solución esté en cambiar de partido. La solución está en leer nuestra
historia y hablar entre nosotras y nosotros, sin intermediarios. Las y los
campesinos lo han recordado con una frase que eriza la piel: “recuerden que la
Independencia y la Revolución fueron obra de las y los trabajadores del campo,
cuando se enfadaron.” Y hoy, otra
vez, el campo está enfadado.
Las y los jóvenes también
comienzan a levantarse, no con armas, sino con pensamiento. Esa es la
revolución necesaria: la intelectual; la del criterio. Porque las urnas del
2027 y del 2030 llegarán, pero el verdadero cambio no ocurre ahí, sino antes,
en la conciencia.
Hoy es noviembre de 2025.
Mañana comenzará, otra vez, la campaña del olvido: nuevas promesas, nuevos
culpables y los mismos vicios. Por eso debemos mantenernos despiertas y
despiertos. No creer en lo que nos digan, sino en lo que pensamos. Ser críticas
y críticos, incluso con la ideología que decimos defender. Porque las y los que
hoy gobiernan en nombre de la izquierda, ya no la practican. Porque la
izquierda que conozco,(la que se levanta, duda y reflexiona) no puede seguir
callada.
El pueblo no votó por un
narrador, sino por un constructor. No votó por amor al partido, sino por amor a
la esperanza. Y cuando la esperanza se frustra, la decepción se convierte en
ira. No hay peor traición que traicionar una fe colectiva. Colima es hoy el
espejo más doloroso de esa traición: negocios incendiados, asesinatos en plena
luz del día, y personajes políticos ejecutados como parte del paisaje. Lo que
alguna vez parecía imposible, hoy es cotidiano.
En la política mexicana hay
una ley no escrita: la herramienta con la que conquistas el poder será la que
te destruya. Calderón usó la guerra contra el narco, y fue ella quien lo
hundió. Peña Nieto usó la televisión, y esta lo devoró. López Obrador usó las
redes sociales, y ellas son las que hoy exhiben las contradicciones de su
legado.
Y aquí cierro con la misma
frase que en su momento fue bandera del pueblo: “El pueblo se cansa de tanta pinchi tranza.” Esa frase hoy no
pertenece a un movimiento, sino a la conciencia colectiva. Porque el cansancio
del pueblo ya no es político, es moral. Es el hartazgo de ver que los gobiernos
cambian, pero el problema sigue siendo el mismo: siempre saben quién tuvo la
culpa, pero nunca saben qué hacer con ella.
Hay frases que resumen un tiempo
político. En México, una de ellas es la siguiente: “ya sabemos quién tuvo la
culpa.” Así han gobernado este país durante más de una década. Gobiernos que,
ante cada crisis, se apresuran a encontrar un responsable, pero no una
solución. La obsesión por diagnosticar el problema ha sustituido la obligación de
resolverlo.
MORENA llegó al poder con la
promesa de romper ese ciclo. Su nombre, “Movimiento de Regeneración Nacional”,
implicaba devolverle vitalidad al Estado, reanimar la justicia, recuperar el
sentido de la palabra pública. Sin embargo, el país se les fue de las manos. Y
lo más grave no es que se les haya ido, sino que no parecen saber cómo traerlo
de vuelta.
Felipe Calderón inició su
mandato declarando la guerra al narcotráfico. Su error no fue solo militar,
sino conceptual: pensó que la violencia se erradica con más violencia. Aquella
decisión desató la fragmentación del crimen organizado, creando un monstruo de
mil cabezas. Peña Nieto, en lugar de desmontar la estructura, la administró. Y
López Obrador, prometiendo una estrategia distinta, la sustituyó por una
política de contención disfrazada de prudencia.
El resultado es visible: doce
años de gobiernos que “detectan el problema”, lo enuncian, lo vuelven consigna,
y lo colocan en un altar discursivo. Siempre es el mismo diagnóstico: “los
gobiernos anteriores”. Esa frase se ha convertido en un escudo; en una
herramienta retórica para no asumir la responsabilidad presente.
Pero gobernar no es narrar la
desgracia. Gobernar es modificarla. El gran error del actual movimiento en el
poder es confundir la comprensión del problema con su solución. Y mientras se
esfuerzan en describirlo, el país se desangra. Hoy, tras la muerte del
presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, el gobierno repitió el mismo
guion: se apresuró a señalar las causas estructurales, los errores del pasado,
la corrupción heredada. Pero después de señalar, guardó silencio. Se cerró la
carpeta, se rindieron homenajes, y todo continuó igual.
Esa es la tragedia: la
política mexicana se ha vuelto una fábrica de diagnósticos sin remedios. Cada
sexenio cambia el discurso, pero no el método. Calderón dijo “guerra”; Peña
Nieto dijo “reforma”; López Obrador dijo “transformación”. Tres nombres
distintos para la misma ausencia: la incapacidad de resolver.
No se trata de negar que la
pobreza extrema era un eje prioritario. López Obrador lo entendió y lo colocó
en el centro de su plan. Pero mientras el gobierno construía programas
sociales, la violencia crecía como una planta que nadie podaba. Cuando se quiso
atender el segundo eje, (la seguridad) ya era demasiado tarde. Se había
confundido el alivio con la solución.
Claudia Sheinbaum heredó esa
inercia. Su discurso es prudente, técnico, racional, pero demasiado cuidadoso
como para tocar lo que duele. Presumir una reducción de delitos en la Ciudad de
México fue, más que un logro, una ilusión estadística. El país, mientras tanto,
se hundía. Y cuando el lenguaje del poder se aleja de la experiencia cotidiana
del pueblo, el gobierno empieza a hablar solo.
Ahí entra la dimensión
filosófica del problema: cuando el poder pierde el sentido de la palabra,
pierde también su capacidad de acción. La palabra “transformación” ya no
significa cambio; significa discurso. “Paz” ya no evoca reconciliación; evoca
espera. “Pueblo” ya no nombra a la gente real, sino a un símbolo electoral.
Y tras todo lo sucedido, ¿qué
nos queda? Caigo, (quizá) en lo que critico: describo el problema; no la
solución. Pero es precisamente ahí donde debemos insistir. Lo he dicho antes y
lo sostengo: mi posición es de izquierda. Pero hoy debo reconocer que MORENA
dejó de serlo. Su práctica política se ubica en un terreno ambiguo, más cercano
a la administración que a la transformación. Es un movimiento que repite la
estructura burocrática del sistema que prometió superar.
Sin embargo, tampoco creo que
la solución esté en cambiar de partido. La solución está en leer nuestra
historia y hablar entre nosotras y nosotros, sin intermediarios. Las y los
campesinos lo han recordado con una frase que eriza la piel: “recuerden que la
Independencia y la Revolución fueron obra de las y los trabajadores del campo,
cuando se enfadaron.” Y hoy, otra
vez, el campo está enfadado.
Las y los jóvenes también
comienzan a levantarse, no con armas, sino con pensamiento. Esa es la
revolución necesaria: la intelectual; la del criterio. Porque las urnas del
2027 y del 2030 llegarán, pero el verdadero cambio no ocurre ahí, sino antes,
en la conciencia.
Hoy es noviembre de 2025.
Mañana comenzará, otra vez, la campaña del olvido: nuevas promesas, nuevos
culpables y los mismos vicios. Por eso debemos mantenernos despiertas y
despiertos. No creer en lo que nos digan, sino en lo que pensamos. Ser críticas
y críticos, incluso con la ideología que decimos defender. Porque las y los que
hoy gobiernan en nombre de la izquierda, ya no la practican. Porque la
izquierda que conozco,(la que se levanta, duda y reflexiona) no puede seguir
callada.
El pueblo no votó por un
narrador, sino por un constructor. No votó por amor al partido, sino por amor a
la esperanza. Y cuando la esperanza se frustra, la decepción se convierte en
ira. No hay peor traición que traicionar una fe colectiva. Colima es hoy el
espejo más doloroso de esa traición: negocios incendiados, asesinatos en plena
luz del día, y personajes políticos ejecutados como parte del paisaje. Lo que
alguna vez parecía imposible, hoy es cotidiano.
En la política mexicana hay
una ley no escrita: la herramienta con la que conquistas el poder será la que
te destruya. Calderón usó la guerra contra el narco, y fue ella quien lo
hundió. Peña Nieto usó la televisión, y esta lo devoró. López Obrador usó las
redes sociales, y ellas son las que hoy exhiben las contradicciones de su
legado.
Y aquí cierro con la misma
frase que en su momento fue bandera del pueblo: “El pueblo se cansa de tanta pinchi tranza.” Esa frase hoy no
pertenece a un movimiento, sino a la conciencia colectiva. Porque el cansancio
del pueblo ya no es político, es moral. Es el hartazgo de ver que los gobiernos
cambian, pero el problema sigue siendo el mismo: siempre saben quién tuvo la
culpa, pero nunca saben qué hacer con ella.
El eterno diagnóstico: encontrar el problema, no la solución

04 de Noviembre del 2025
Hay frases que resumen un tiempo
político. En México, una de ellas es la siguiente: “ya sabemos quién tuvo la
culpa.” Así han gobernado este país durante más de una década. Gobiernos que,
ante cada crisis, se apresuran a encontrar un responsable, pero no una
solución. La obsesión por diagnosticar el problema ha sustituido la obligación de
resolverlo.
MORENA llegó al poder con la
promesa de romper ese ciclo. Su nombre, “Movimiento de Regeneración Nacional”,
implicaba devolverle vitalidad al Estado, reanimar la justicia, recuperar el
sentido de la palabra pública. Sin embargo, el país se les fue de las manos. Y
lo más grave no es que se les haya ido, sino que no parecen saber cómo traerlo
de vuelta.
Felipe Calderón inició su
mandato declarando la guerra al narcotráfico. Su error no fue solo militar,
sino conceptual: pensó que la violencia se erradica con más violencia. Aquella
decisión desató la fragmentación del crimen organizado, creando un monstruo de
mil cabezas. Peña Nieto, en lugar de desmontar la estructura, la administró. Y
López Obrador, prometiendo una estrategia distinta, la sustituyó por una
política de contención disfrazada de prudencia.
El resultado es visible: doce
años de gobiernos que “detectan el problema”, lo enuncian, lo vuelven consigna,
y lo colocan en un altar discursivo. Siempre es el mismo diagnóstico: “los
gobiernos anteriores”. Esa frase se ha convertido en un escudo; en una
herramienta retórica para no asumir la responsabilidad presente.
Pero gobernar no es narrar la
desgracia. Gobernar es modificarla. El gran error del actual movimiento en el
poder es confundir la comprensión del problema con su solución. Y mientras se
esfuerzan en describirlo, el país se desangra. Hoy, tras la muerte del
presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, el gobierno repitió el mismo
guion: se apresuró a señalar las causas estructurales, los errores del pasado,
la corrupción heredada. Pero después de señalar, guardó silencio. Se cerró la
carpeta, se rindieron homenajes, y todo continuó igual.
Esa es la tragedia: la
política mexicana se ha vuelto una fábrica de diagnósticos sin remedios. Cada
sexenio cambia el discurso, pero no el método. Calderón dijo “guerra”; Peña
Nieto dijo “reforma”; López Obrador dijo “transformación”. Tres nombres
distintos para la misma ausencia: la incapacidad de resolver.
No se trata de negar que la
pobreza extrema era un eje prioritario. López Obrador lo entendió y lo colocó
en el centro de su plan. Pero mientras el gobierno construía programas
sociales, la violencia crecía como una planta que nadie podaba. Cuando se quiso
atender el segundo eje, (la seguridad) ya era demasiado tarde. Se había
confundido el alivio con la solución.
Claudia Sheinbaum heredó esa
inercia. Su discurso es prudente, técnico, racional, pero demasiado cuidadoso
como para tocar lo que duele. Presumir una reducción de delitos en la Ciudad de
México fue, más que un logro, una ilusión estadística. El país, mientras tanto,
se hundía. Y cuando el lenguaje del poder se aleja de la experiencia cotidiana
del pueblo, el gobierno empieza a hablar solo.
Ahí entra la dimensión
filosófica del problema: cuando el poder pierde el sentido de la palabra,
pierde también su capacidad de acción. La palabra “transformación” ya no
significa cambio; significa discurso. “Paz” ya no evoca reconciliación; evoca
espera. “Pueblo” ya no nombra a la gente real, sino a un símbolo electoral.
Y tras todo lo sucedido, ¿qué
nos queda? Caigo, (quizá) en lo que critico: describo el problema; no la
solución. Pero es precisamente ahí donde debemos insistir. Lo he dicho antes y
lo sostengo: mi posición es de izquierda. Pero hoy debo reconocer que MORENA
dejó de serlo. Su práctica política se ubica en un terreno ambiguo, más cercano
a la administración que a la transformación. Es un movimiento que repite la
estructura burocrática del sistema que prometió superar.
Sin embargo, tampoco creo que
la solución esté en cambiar de partido. La solución está en leer nuestra
historia y hablar entre nosotras y nosotros, sin intermediarios. Las y los
campesinos lo han recordado con una frase que eriza la piel: “recuerden que la
Independencia y la Revolución fueron obra de las y los trabajadores del campo,
cuando se enfadaron.” Y hoy, otra
vez, el campo está enfadado.
Las y los jóvenes también
comienzan a levantarse, no con armas, sino con pensamiento. Esa es la
revolución necesaria: la intelectual; la del criterio. Porque las urnas del
2027 y del 2030 llegarán, pero el verdadero cambio no ocurre ahí, sino antes,
en la conciencia.
Hoy es noviembre de 2025.
Mañana comenzará, otra vez, la campaña del olvido: nuevas promesas, nuevos
culpables y los mismos vicios. Por eso debemos mantenernos despiertas y
despiertos. No creer en lo que nos digan, sino en lo que pensamos. Ser críticas
y críticos, incluso con la ideología que decimos defender. Porque las y los que
hoy gobiernan en nombre de la izquierda, ya no la practican. Porque la
izquierda que conozco,(la que se levanta, duda y reflexiona) no puede seguir
callada.
El pueblo no votó por un
narrador, sino por un constructor. No votó por amor al partido, sino por amor a
la esperanza. Y cuando la esperanza se frustra, la decepción se convierte en
ira. No hay peor traición que traicionar una fe colectiva. Colima es hoy el
espejo más doloroso de esa traición: negocios incendiados, asesinatos en plena
luz del día, y personajes políticos ejecutados como parte del paisaje. Lo que
alguna vez parecía imposible, hoy es cotidiano.
En la política mexicana hay
una ley no escrita: la herramienta con la que conquistas el poder será la que
te destruya. Calderón usó la guerra contra el narco, y fue ella quien lo
hundió. Peña Nieto usó la televisión, y esta lo devoró. López Obrador usó las
redes sociales, y ellas son las que hoy exhiben las contradicciones de su
legado.
Y aquí cierro con la misma
frase que en su momento fue bandera del pueblo: “El pueblo se cansa de tanta pinchi tranza.” Esa frase hoy no
pertenece a un movimiento, sino a la conciencia colectiva. Porque el cansancio
del pueblo ya no es político, es moral. Es el hartazgo de ver que los gobiernos
cambian, pero el problema sigue siendo el mismo: siempre saben quién tuvo la
culpa, pero nunca saben qué hacer con ella.